domingo, 12 de enero de 2014

Para ir haciendo tiempo mientras llega el nuevo disco, aquí va una pequeña historia (casi verídica)que escribí hace unos años y que tras quedar finalista en el I premio literario Manuel J. Peláez, fue publicada en un libro editado por el colectivo Manuel J. Peláez.
Falsas apariencias Lo supe nada más entrar en el bar: aquel tipo no era camarero. Servía las cañas… con demasiado cuidado, sin la soltura que se le supone a alguien que ha pasado toda su vida, en jornadas de ocho horas o más, atrincherado al otro lado de un mostrador. Además estaban sus manos… demasiado fuertes y morenas, y aquella mirada indómita… y su cara curtida, más de pescador o tal vez de militar, no sé, pero desde luego no era la cara de un camarero. Cogí mi cerveza y un pinchito de ensaladilla rusa –que sería toda mi cena aquel día- y me senté en una mesa del fondo. Una vez instalado saqué mi libreta de tapas negras y comencé a escribir algunas ideas que se me habían ocurrido aquella misma tarde, de camino al bar. Ideas como: “No te rompas corazón, aún queda mucho invierno, todavía”. Y también: “Sabes bien que la luz del sol no está hecha para tu alma solitaria”. Pero no pude seguir. No podía dejar de pensar en el camarero. Cada vez estaba más convencido de que aquel hombre no era camarero. Entonces reparé en que él también me observaba de reojo. Mis manos comenzaron a sudar. Simulé que no me daba cuenta de sus miradas y estuve un rato garabateando en mi libreta monigotes y estrellitas, y haciendo como que limpiaba mis gafas sin cristales. Hasta que ya no pude más. Cerré de golpe mi libreta negra y me levanté de la mesa. Tropecé varias veces con otros clientes del bar y me largué de allí –vaya, sin pagar- lo más rápido que pude, antes de que el camarero, que no era camarero, se diera cuenta de que yo… tampoco era poeta.

La Bella y el Bestia.